Una ruta por los pueblos de Soria | Fin de año castellanoaragonés (parte II)

31 de diciembre de 2014. Se acaba el año, y debe ser por eso, porque quiero aprovechar las últimas horas que me despierto a las 06:30h. ¡Venga va!¡Qué tonterías digo! ¿A quién quiero engañar? La verdad es que cuando estoy de viaje no necesito despertador, como los niños pequeños el día de su cumpleaños.


Primera parada: Calatañazor

Arreglados y desayunados, cogemos los bártulos y ponemos rumbo a nuestro próximo destino: Calatañazor. Son las 09:01h, y estamos a 3ºC; tampoco hace tanto frío… de momento. A los pocos kilómetros de Soria capital el termómetro del coche se pone bajo cero, y llegamos en algún tramo hasta los -4ºC. Menos mal que el día es despejado y hay un sol que enamora. Imaginaos esto que os digo, junto con un paisaje cambiante, pinares que aparecen y desaparecen… una gozada.  

Llegamos a los 1150 metros, y no lo parece. Cuando piensas en altura te viene a la mente un paisaje montañoso, escarpado, con valles y picos. Pero no, Soria es diferente. Sabes que estás bien alto, pero todo es tan llano que te trastoca; bien podría estar en mi pueblo, pero 1000 metros más alta.   Los campos helados impresionan, pintados de un blanco tétrico, brillante. Las cunetas están todas heladas y, si algún charco se ha formado entre el barro, se ha convertido en hielo y ahí estará, helado, todo el invierno.   A pocos metros de legar a Calatañazor el termómetro baja aún más, hasta los -5ºC.

La carretera hasta allí es bastante buena, y sólo unos pocos kilómetros antes, y al girar a la derecha, la recta se convertirá en sinuosas curvas. Detrás de una de esas curvas, la muralla del lugar. Hielo y más hielo en la calzada. Entramos por la calle del pueblo: maravilloso. Aparcamos en la plaza alta, delante del ayuntamiento; -6ºC, un sol radiante.   A nuestra izquierda, los restos del castillo. Hasta él que vamos.   No queda demasiado de lo que fue la construcción, pero desde allí se tiene una vista espléndida de todo el territorio. Además, el cielo azul, ese azul castellano, es embriagador.  

Una pared solitaria recuerda vagamente lo que fue en el pasado.

Al meternos por las calles del pueblo – no os engañéis, sólo tiene un par – y andar por la penumbra… la temperatura es todavía más baja, o al menos así lo sentimos nosotros. Pero, ¿qué importa la temperatura estando en un sitio como ese? Este pueblo es fantástico: las casas, las calles, los porches, las chimeneas, la iglesia… Pasear por allí te hace sentir en otra época, es una máquina del tiempo. Si hubiera aparecido un caballero o una doncella vestida con tules delicados no me hubiera extrañado para nada.

Hola, ¿en qué época estamos, por favor?
Pura antigüedad

Una de las cosas más curiosas del lugar es el tipo de chimenea que tienen los pueblos de la zona son las chimeneas de las casas, y en Calatañazor están muy bien conservadas. Las casas de allí son las denominadas pinariegas, con estructura de madera, muros de mampostería en planta baja y de adobe en la alta, siendo el tejado de teja árabe. Lo más llamativo de estas casas, como acabamos de decir, es la chimenea cónica, que cubre toda la cocina, y que es herencia de las construcciones celtíberas.

El blanco de las tejas se debe a la helada

Andando nos encontramos con Almanzor, político y militar andalusí nacido en Algeciras. Almanzor, reza el refrán, perdió en Calatañazor su tambor, y la vida. En Calatañazor libró, según dicen las gentes – aunque discutida esta teoría – su última batalla y no, no fue en invierno, y el General con ese mismo nombre venció a su ejercito; murió en verano, enfermo, en Medinaceli.

Decidimos decir adiós a la localidad, porque tenemos aún mucho camino por delante. Subimos al coche con la temperatura un poco subida, estamos ya a 0ºC, y echamos un último vistazo al esqueleto del castillo: Burgo de Osma nos espera.

Segunda parada: Burgo de Osma

Hasta Burgo de Osma tenemos 30 minutos y no muchos más kilómetros. Llegamos a la ciudad y aparcamos, cerca de la catedral. A lo lejos vemos el castillo, pero no lo visitaremos: he tenido que hacer una gran criba para no perdernos las cosas que creemos más importantes – y muchas se nos quedarán para una próxima vez.   Vemos la catedral y no tenemos demasiado claro si queremos visitarla por dentro. Una señora camina con la cabeza gacha y se mete por una puertecita, así que la seguimos. Entramos en el edificio y vemos que esta catedral es como todas las de allí: baja y robusta, fuerte, castellana. Damos una vuelta admirando su arquitectura pero decidimos salirnos porque un señor que por allí anda creo que no le hace gracia que hayamos entrado en la casa de Dios sin pagar. Bueno… pues hasta más ver.

Salimos de la plaza de la catedral, con sus pórticos y sus balcones, con una fuente en el medio y bien arreglada. En cierto modo, y salvando las distancias, me recuerda un poco a Burgos.  

Esas casas y esos porches…

Salimos de las murallas de la ciudad y nos encontramos con unas vistas muy bonitas del castillo. El paseo está helado, y aquellos lugares en lo que no da el sol porque la sombra de las murallas lo impiden el frío es mucho.   Seguimos caminando y disfrutando de aquél lugar, y aprovechando cada rayo de sol para calentar un poco nuestros cuerpos. Me quedo embelesada con las vistas que hay del castillo e intento averiguar cómo sería aquello hace 500 años. Flipando con aquello no sé todavía lo que me espera en nuestra próxima parada, que será Gormaz. Pero para eso aún nos queda un rato.  

Terminamos rodeando las murallas y nos metemos otra vez intramuros para encontrarnos con la calle principal de la ciudad, además de su plaza mayor.

Decidimos caminar bajo los pórticos, ya que la temperatura allí es unos grados mayor – para eso se hicieron… Entramos en una tienda de alimentación, Angelita, para comprar queso y vino que he prometido a mis padres. Allí los lugareños se están aprovisionando de vino y manjares para la noche, recordemos que es 31 de diciembre y todos acabamos celebrando, de un modo u otro, el final de un año y el inicio del próximo.   Hechas las compras y teniendo la ciudad paseada, decidimos irnos hasta Gormaz, no sin antes cuestionarme como puede ser que las viejas del lugar aguanten ese frío con las piernas casi al raso; yo dejé de llevar falda en invierno a los 19 años.

Tercera parada: Fortaleza Califal De Gormaz

Ya en el coche, nos vamos hasta Gormaz. Son pocos los kilómetros que nos quedan hasta allí y lo que nos espera es algo indescriptible.   Pasados unos km, muy rectos todos ellos, comienzan a aparecer, a lo lejos, dibujadas unas almenas y unas torres. A medida que nos aproximamos la silueta va definiéndose mucho más. Un kilómetro antes de llegar la carretera se va estrechando. Con el sol en el otro lado, la Fortaleza Califal de Gormaz aparece mucho más imponente. Empezamos la subida con el coche por una carretera muy estrecha y con bastantes curvas, que no sabemos si nos llevará a buen puerto – rememoro en esos momentos la subida a Peyrepertuse -, pero finalmente nos encontramos a los pies de las murallas. Hay un par de coches allí, algunos se marchan ya. Aparcamos y nos vamos corriendo a las puertas del castillo ¡Qué barbaridad! Aquello es enorme; colosal.

Nos dirigimos a la derecha, donde queda en pie la torre del homenaje. Nos encontramos con una familia, que van con un par de niños pequeños. La conversación que escuchamos no tiene desperdicio:

– ¡Mamá!¡Yo quiero volver!
– Sí, tranquilo. En primavera volvemos.
– ¡NO! – rotundo. ¡Yo quiero volver mañana!

No puedo más que sonreír, ese niño sabe lo que se dice. Y como niños empezamos a explorar lo que queda de la construcción, que en su época – y haciendo caso las palabras de los estudiosos – debió ser imponente, mucho más de lo que es hoy.

Por allí pasaron Almanzor, o el Cid – que fue alcalde. Y terminadas las guerras, Isabel y Fernando – tanto monta, monta tanto – lo usaron de prisión.

Me vuelvo loca haciendo fotos a las puertas de la fortaleza, y para que os hagáis una idea del tamaño que tiene, me pongo como referencia debajo de una de ellas – que pequeñita no soy…

Después de haber rodeado los 1200 metros de perímetro de la fortaleza, y habiendo fantaseado con lo que sería aquello en sus años gloriosos, decidimos ir a comer. Nuestro restaurante será privilegiado: sacaremos la tauleta, la montaremos a los pies de la muralla, y aprovechando el sol que allí hace – y aprovechando que no hace nada de viento – comeremos a los pies de Gormaz, como bravos caballeros.

Cuarta parada: Berlanga de Duero

  Bien comidos y bien bebidos, nos vamos ahora hasta Berlanga de Duero, que tuvo como primer alcalde a el Cid – ese mercenario tan famoso. Dicen que la de Berlanga es una de las plazas más bonitas de Castilla, y que Ortega – ese señor del que yo hago la tesis doctoral – se quedó prendado de ella cuando llegó. Nosotros, acercándonos por la carretera, nos quedamos prendados, otra vez, de la silueta del castillo. Llegados a la localidad, la única puerta que queda de las murallas nos recibe, majestuosa. Cruzada ésta, nos encontramos con una calle que tiene el mismo carácter que todas las calles de todos los lugares que llevamos visitados, pero no por ello es menos curiosa ni interesante.  

Llegamos a la tan nombrada plaza, pequeña, pero preciosa. El castillo se asoma tímidamente al final de una de las calles. Antes de aventurarnos hasta sus murallas, que será lo único que podremos hacer porque está cerrado – eso ya lo sabíamos de antemano -, nos metemos en un bar a tomarnos un café calentito.

Parece ser que los guardianes del castillo no han hecho bien su trabajo, y en un tramo de las murallas encontramos un agujero que nos permite, previa escalada de la ladera, colarnos un poco en la fortaleza por lo que podremos acariciar la falda del fuerte.

Castillaco de los buenos

 Las vistas de Berlanga desde allí son fantásticas; los lugares, vistos desde arriba, son mucho más bonitos. Además, allí puedes ver los restos de un palacio renacentista, y también imaginar lo que fue su jardín. Tienes además una visión perfecta del acueducto que abastecía de agua al sitio.

Hay que visitar sitios grandes para saberse pequeña

  Damos un último paseo por las calles de Berlanga, para después subir al coche y dirigirnos hasta San Baudelio.  

Quinta parada (fallida): San Baudelio

San Baudelio queda de camino a Rello, de modo que nos viene perfecta su visita. Cuando llegas al cruce hay un cartel con los horarios y los días de apertura. No dice nada de que el 31 esté cerrado – así tampoco en los horarios que tenemos, pero de los que no nos fiamos – y vamos hasta allí. Son las 15:45h, y todavía está cerrado. Esperamos hasta las 16:00h, que se supone que es cuando abren. Damos un paseo por allí, explorando el cementerio que hay fuera. A las 16:05h, y viendo que nadie da señales de vida, decidimos marcharnos. Tendremos que ir hasta Nueva York para visitar el ermitorio.  

Sexta parada: Rello

El camino a Rello sigue siendo tan impresionante como el que estamos teniendo durante todo el viaje. El paisaje cambiante es enriquecedor. Ahora las montañas parecen modeladas a propósito, con formas sinuosas acariciadas suavemente por la carretera. Cortes en la montaña, y el río. Atalayas se divisan por todas partes. Siendo ya más de las 4 de la tarde, y con el sol en lo alto, el agua sigue congelada en las cunetas.

Llegamos finalmente a Rello, un pueblo coqueto, que goza de castillo y atalaya. Las murallas, las casas de piedra, la soledad, el paisaje… el tiempo se detiene allí mismo.

En la plaza del pueblo nos encontramos con la picota, como en gran parte de Castilla, pero diferente. Como reza la leyenda a pie de sillar, «el rollo de Rello es de hierro», una bombarda del s. XVI.

El rollo de Rello es de hierro

Seguimos caminando y disfrutando. Nos encontramos con algunos visitantes, y seguro que somos más quienes estamos de paso que quienes habitan allí. Sentada en un banco extramuros encontramos a una señora mayor, vestida de negro, detenida en el tiempo, como el lugar. Con su bastón de madera tiene los ojos a medio cerrar, absorbiendo el sol que hoy hace. Unas cuantas gallinas y algún gallo pasean por la muralla. Serán los únicos ¿rellenses? con los que nos topamos.

Séptima parada: Almazán

  Abandonamos Rello para dirigirnos hasta Almazán. Nos dicen que es bonito, pero al llegar allí no encontramos nada a destacar. Después de haber paseado por todas las localidades aquí mencionadas, Almazán nos nos deja helados. Llegamos a su plaza que es bonita, pero nada más… Eso sí, podemos disfrutar de un bonito atardecer:  

Parada final: Soria capital

Regresamos a Soria, aparcamos y vamos a dar una vuelta por el centro. Aún no es demasiado tarde, y no es hora todavía de hacer la cena. Hay muchísima gente en la calle, Soria se ha puesto más bonita hoy.

La calle Collado está a reventar, y jóvenes y mayores forman un río de gente que se dirigen hasta allí con bolsas de supermecado y botellas de champán. No entendemos bien lo que pasa, por lo que preguntamos. Unas chiquillas, amablemente, nos dicen que a las 8 de la tarde se celebra la champañada. Ah… vale. Nos metemos en el mismo bar que el día anterior, a tomarnos un vino y una cerveza. Cada vez hay más y más gente, y nos salimos a la calle porque no cabemos dentro. A las 8 la gente empieza a descorchar las botellas y a beber. Una charanga toca villancicos. Pues qué bien; nos encantan las fiestas tempranas. Terminado el vino y la cerveza, vamos al apartamento. Se acaba el año, tenemos que hacer la cena, y la comida para mañana. No serán las 23:00h cuando yo esté ya durmiendo. Me despierta JJ para tomar las uvas, que creo que las tomo durmiendo. Mañana será otro día… y otro año.

Mapa de los lugares visitados

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