En nuestro viaje a la Selva Negra no supimos encontrar lo que íbamos buscando, pero sin buscarlo nos topamos con un lugar que nos pareció maravilloso. Se trata del pueblo de Schiltach, una suerte de lugar de cuento que no te puedes perder en tu viaje a esta parte de Alemania.
Es fácil equivocarse cuando una viaja. Es fácil equivocarse en las rutas, sin ninguna duda, no todo es siempre una conjunción de vino y rosas. Creo que cuando visitamos la Selva Negra me equivoqué en mi planteamiento del viaje y no acerté el tiro. Asumo mi culpa y no culpo al destino; todo fue una búsqueda errónea de información.
También podría entenderse que después de haber visitado Alsacia nosotros buscásemos algo parecido en Alemania, y que nada parecido hubiese allí. Alsacia es una cosa y la Selva Negra es otra, totalmente diferente. Pero yo pensaba que no, que se asemejaban (o que eran destinos paralelos).
La Selva Negra, como su propio nombre indica, es un territorio salvaje donde la naturaleza se apodera de todo. Los altos pinos que no dejan pasar la luz y hacen que casi todo sea sombrío inundan el paisaje de un mar verde oscuro. Los pueblos se suceden muy extrañamente unos tras de otros, y a veces solo encuentras una casa aquí, otra allá, perdidas en mitad de la nada.
La Selva Negra es un paraíso natural, misterioso, donde todo se vuelve más profundo. Siempre pensé cuál fue la razón por la que Heiddegger se fue a una cabaña de madera en los alrededores montañosos de Friburgo con la excusa de pensar así mejor. Cuando llegué a la Selva Negra lo entendí; no era una excusa lo que buscaba el filósofo, era encontrarse con el verdadero sí mismo. Meterte de lleno en la Selva Negra es meterte de lleno en lo primitivo.
Esto lo sé ahora, pero no lo sabía entonces. Todo lo que leía de la Selva Negra eran artículos que hablaban de pueblos muy bonitos, de relojes de cuco y lagos azulísimos. A mí me interesaba más lo primero, y por una razón muy concreta: llevaba a JJ de viaje por su cumpleaños y tenía que pensar más en sus gustos que en los míos. Entrar en la Selva Negra, empezando por Baden-Baden, estuvo bien, pero después encontramos algunos fiascos (que os cuento aquí) que nos desanimaron un poco en nuestro viaje.
Nuestra perspectiva del lugar cambió al llegar a este pequeño pueblo del que ahora os hablo, Schiltach, un lugar metido entre pinos y montañas, al que llegar supone ir por carreteras sinuosas y oscurísimas, y que es un soplo de aire fresco entre tanta turistada sobre explotada.
Me da la sensación a día de hoy que Schiltach se sale un poco del recorrido turístico que suele hacerse cuando se viaja a la Selva Negra. Se encuentra en el distrito de Rottweil, en el valle superior del río Kinzig, y como digo está totalmente rodeado de pinos, y en su parte más llana lo que encuentras es el río Schiltach, que es amigo y enemigo de ese lugar.
La localidad de Schiltach, una pequeña ciudad que a mi me parece pueblo por sus dimensiones y su ambiente, fue nombrada por primera vez en el siglo XIII y poco ha cambiado desde entonces. Las casas de entramado de madera son su principal atractivo, y lo que la define. El aspecto medieval es indiscutible, y las calles se retuercen sobre ellas mismas sobre calzadas de piedra limada por el paso del tiempo – algunas.
La antigua plaza del mercado, rediseñada después del incendio que sufrió la ciudad en el año 1590, es de estilo renacentista. Una carretera cruza la localidad, algo que le quita encanto, pero en ambas orillas de esta vía principal Schiltach tiene un aspecto romántico maravilloso.
El transporte de madera por el río (como también ocurría en algunas partes de la geografía española) fue un motor económico muy importante y todavía a día de hoy se recuerda esta actividad con un museo dedicado a ello (que nosotros no visitaremos). Schiltach tiene otro museo, el de farmacia y también el de la ciudad, este último gratuito pero que estaba ya cerrado cuando llegamos.
Si la parte alta de esta pequeña ciudad alemana nos parece bonita, la zona extramuros – de los que ya no queda nada más que el recuerdo – es la que más nos gustará. El barrio de los curtidores, a orillas del río, es el que guarda más carácter medieval, con la casa más antigua de la ciudad, que data del 1557, y que es el molino exterior.
El río, como he dicho antes, es amigo y enemigo de Schiltach. Las crecidas son constantes y eso ha hecho que a veces la localidad quede anegada, al menos su parte más baja. En la actualidad, y junto al río, se encuentra al zona de autocaravanas (donde nosotros pernoctamos de forma gratuita) y te avisan del riesgo de inundaciones.
Si el río es fundamental por su función de vía de transporte, la línea de ferrocarril es parte importante también de esta pequeña en la Selva Negra alemana. Consiguen unir localidades, pero sobre todo transportar a trabajadores a las distintas fábricas que aún hoy en día se diseminan por la región. Lo complicado de la orografía y las inclemencias del tiempo dificultan el transporte ferroviario y cierran el transporte de mercancías entre la localidad de Schiltach y Schramberg. El 6 de abril del año 1990 se cierra definitivamente y se convertirá en una vía verde en el que se cambiará el traqueteo del tren por el runrún del pedalear de las bicicletas.
El pasado de Schiltach está todavía presente a día de hoy en su estética y en las tradiciones, pero el lugar está muy bien adaptado al turismo, aunque fuera de temporada es complicado encontrar locales que estén abiertos a ciertas horas de la noche. Lo cierto, y saliendo un poco del tema general de este artículo que es la visita a la localidad de Schiltach, debo decir que nuestro transito por esta parte de la Selva Negra nos permite ver una parte de Alemania alejada de las grandes masas turísticas (aunque no lo creáis). Será porque estamos aún en el mes de junio y las temperaturas aún son frescas por allí (no subimos de los 18 grados centígrados ese día), pero la Alemania turística todavía está dormida.
La suerte es que en los pueblos siempre hay un bar que abre a todas horas (bueno, en la mayoría de pueblos), y en Schiltach eso también sucede. Que sí, que sé que he vuelto a decir pueblo cuando Schiltach es ciudad, pero a mí aquello me parece un pueblo y así me sale escribirlo, que no estoy yo aquí para objetivizar. Lo que digo, que encontramos un bar abierto al que vamos a tomar una cerveza que nos sale por 2,70€, y que es más barata que en Francia aunque más cara que en España (de momento).
Y después de la cerveza acompañada por música rock en el ambiente, que es lo que suena como hilo musical de ese bar/restaurante de corte contemporáneo pero de espíritu añejo, descendemos hasta la zona del río de nuevo para pasar las últimas horas del día, ya siendo momento del atardecer, disfrutando de la luz púrpura reflejada sobre el río, con las casas de entramados de madera como telón de fondo. Las montañas, más cerca que lejos, forman una espesa masa negra y acaban fundiéndose con el cielo. Esa noche dormimos allí, en Schiltach, deseando no tener que marcharnos nunca del lugar. En Schiltach creemos haber encontrado esa magia ancestral que guarda la Selva Negra, ese sentir casi de religión pagana, de comunión con la naturaleza y con lo salvaje.
En Schiltach comprendo que, y como he dicho al principio del artículo, he errado el tiro con la ruta por la Selva Negra. Comprendo también cual es el verdadero sentir de esta tierra y de lo que verdaderamente ofrece. Me gusta, me gusta mucho. A JJ también. En ese punto también, esa noche tranquila a orillas del río Schiltach, nos vamos a plantear nuestro recorrido para las jornadas siguientes. Decidiremos salir de la Selva Negra y adentrarnos en el Lago Constanza. Esta parte de Alemania queda pendiente aún por explorar en un futuro. No sé, tal vez llegar hasta Staufen y ver la “Fonda del León”, lo que fue inspiración para Goethe y su Fausto. Pero eso sería ya otro viaje muy distinto al que hicimos esta vez, un viaje que alguna vez espero hacer en el futuro…
Y no, no visité la cabaña de Heidegger. Aunque no fue por falta de ganas.